Autobiografía
Este servidor de vosotros nació, ha más
de once lustros sin que hubiera anunciado el grande acontecimiento
ningún signo misterioso ni en el cielo ni en la tierra. Fue ello en
Santodomingo, un poblachón encaramado en unos riscos de Antioquia. Según
unos, se parece a un nido de águila; según otros, a un taburete. Opto
por el asiento. En todo caso, es un pueblo de tres efes, como dicen allá
mismo: feo, frío y faldudo.
Mis padres eran entre pobres y
acaudalados, entre labriegos y señorones y más blancos que el Rey de las
Españas, al decir de mis cuatro abuelos. Todos ellos eran gentes
patriarcales., muy temerosas de Dios y muy buenos vecinos.
Como querían que fuera doctor y
lumbrera, me pusieron, desde chico hasta grande, en cuanto colegio hubo
por esas cordilleras. ¡Pobres viejos!
Fue mi primer maestro "El Tullido", por antonomasia, protagonista, luego, de algún cuento mío.
Parece que esos mis primeros pasos en la
carrera de la sabiduría me imprimieron carácter desde entonces, porque
en ninguna parte aprendí nada. La indolencia, la pereza y algo más de
los pecados capitales, a quienes siempre he rendido ardiente culto, no
me dejaban tiempo para estudiar cosa alguna ni hacer nada en formalidad.
Mas, por allá en esas Batuecas de Dios, a falta de otra cosa peor en
qué ocuparse, se lee muchísimo. En casa de mis padres, en casa de mis
allegados, había no pocos libros y bastantes lectores. Pues ahí me
tenéis a mí, libro en mano a toda hora, en la quietud aldeana de mi
casa. Seguí leyendo y creo que en el hoyo donde me entierren habré de
leerme la biblioteca de la muerte, donde debe estar concentrada la
esencia toda del saber hondo. He leído de cuanto hay, bueno y malo,
sagrado y profano, lícito y prohibido, sin método, sin plan ni objetivos
determinados, por puro pasatiempo. De aquí que sea casi tan ignorante
como el tullido consabido. Lo que tengo en la cabeza es un matalotaje
caótico de hojarasca, viruta y cucarachas.
Cualquier día me dio por escribir, sin
intención de publicar; y ahí emborronaba mis cuartillas, lo mismo que
ahora o menos mal, acaso; pues creo que en vez de adelantar retrocedo en
el tal embeleco literario. A nadie le contaba de mis escribanías. Ni
siquiera a mi familia. Pero como la gente todo lo husmea y el diablo
todo lo añasca, el día menos pensado recibí una nota por la cual se me
nombraba miembro de un centro literario que dirigía en Medellín Carlos
E. Restrepo en persona. Acepté la galantería, y como fuera obligación,
une qua non, producir algo para ese círculo, farfullé Simón el Mago,
para los socios solamente, según rezaba el reglamento. Pero Carióse,
que desde mozo la ha puesto muy cansona y por lo alto, determinó
modificar la constitución y echar libro de todas nuestras literaturas.
Acepta-dísima fue por el publiquito antioqueño la miscelánea aquella.
Allí salió mi relato, con seudónimo, por supuesto.
¡Y malón fue el que yo me levanté con todo y anagrama! ... Por eso descubrieron quién era el incógnito principiante.
Tratábase una noche en dicho centro de
si había o no había en Antioquia materia novelable. Todos opinaron que
no, menos Carióse y el suscrito. Con tanto calor sostuvimos el parecer,
que todos se pasaron a nuestro partido; todos a una diputamos al propio
presidente como el llamado para el asunto. Pero Carióse resolvió que no
era él sino yo. Yo le obedecí, porque hay gentes que nacen para mandar.
Una vez en la quietud arcadiana de mi
parroquia, mientras los aguaceros se desataban y la tormenta repercutía,
escribí un mamotreto, allá en las reconditeces de mi cuartucho. No
pensé tampoco en publicarlo: quería probar, solamente, que puede hacerse
novela sobre el terna más vulgar y cotidiano.
El manuscrito fue leído por gentes
competentes, que lo encontraron bien. De él se publicaron varios
fragmentos. Constreñido luego por amigos y parientes, resolví sacarlo a
la calle, en la seguridad de que nadie lo leería y de que echaba al río
el valor de la edición. No resultó así: el líbraco fue leído,
comentado, y se vendió muy pronto. ¡No fue ni gracia! Encontré aquí
padrinos muy buenos e influyentes, que me lo ampararon antes y después
de su salida. Entre ellos, Diego y Rafael Uribe, José A. Silva, Laureano
García Ortiz, Jorge Roa, Antonio José Restrepo, Mariano y Pedro Nel
Ospina y los redactores de la Revista Gris. Don Rafael María Merchán y
don José Manuel Marroquín, que leyeron todo el manuscrito, encontraron
aquello poco menos que detestable. Tal es la historia de Frutos de mi
tierra.
Casi estoy de acuerdo con estos dos
maestros. En verdad que a esa obrilla, por más que haya gustado, le
concedo muy poco mérito artístico. De tener alguno, será, probablemente,
como documento literario, por ser ésa la primera novela prosaica que se
ha escrito en Colombia, tomada directamente del natural, sin idealizar
en nada la realidad de la vida. Y digo que la primera, porque Manuela,
si muy hermosa, meritoria y realista, es más bien un estudio de
costumbres que de caracteres, amén de estar inconclusa.
Después he publicado tres novelas
extensas, varias cortas, algunos cuentos y muchísimas chilindrinas, a
guisa de crónicas, que llaman ahora. El año pasado publiqué en El
Espectador de Medellín, una serie de cuadros rústicos y urbanos,
alternados, con el título de Dominicales, que por ser enteramente
regionales, agradaron bastante en esas Beocias.
Nada de lo que he publicado, fuera de
Salve, Regina, me parece bueno. Mal podría parecerme: tengo idea
altísima del arte, muy baja de mis facultades, y conozco los grandes
autores. Si he publicado y publico, es porque me pagan, y no muy mal,
relativamente. Soy, pues, una pluma alquilada y como a tal se me debe
apreciar.
Al cuarto poder tengo qué agradecerle.
Verdad que algunas veces, por rencillas o antipatías personales, o por
rivalidades del oficio, o porque así lo merezco, se me ha tomado el
pelo, a pesar de mi calvicie; se me ha insultado y hasta se han escrito
libelos contra mí; pero también se me han prodigado muchísimos elogios,
que estoy muy lejos de merecer. Si agradezco lo uno no me quejo de lo
otro, ni por ello me amilano. Quien le salga al público, en cualquier
campo, está expuesto a todo. Debe tener, por ende, el valor y la sangre
fría que para ello se requiere.
La labor del novelista que quiera
reflejar en su obra la vida ambiente, es de suyo agria y espinosa;
mayormente en ciudades reducidas. La maledicencia, que a todos nos
enferma, encuentra en cada novela de esta índole amplio campo para sus
lucubraciones. Y es lo hermoso del caso que nadie se fija en los
personajes buenos o elevados de una ficción novelesca, para buscarles el
original en la vida real y efectiva; pero no se trate de algún tipo
malvado o ridículo, porque al punto vemos en él la vera effigies de
Zutano o de Fulana, y a cada cual nos faltan pies para correrle con el
enredo. Con frecuencia ni los conoce el autor. Pero ¡vaya usted a
probarles que no! El lector está siempre más enterado que el autor. Los
odios, las enemistades, el rompimiento de vínculos dulces que estas
suspicacias ocasionan al pobre novelista, no las compensan ni lauros ni
dinero. Lo digo con harta experiencia. Mas no me quejo, tampoco, ni
pretendo hacerme víctima del arte. No es la mía para tanto, ni puedo ser
hostia, ni mis condiciones personales ni mis circunstancias son para
esperar consideraciones de ninguna especie. Poco importa: por un amigo
enajenado surgen otros; cuando unos se van, otros vienen; porque la vida
es un hacer y deshacer que nunca cesa. Y, puesto que existen
enemistades y odios, será porque la misma armonía de la vida lo necesita
y lo impone.
No tengo, en formalidad, ninguna obra
inédita; pues no pueden llamarse tal unos papelorios fragmentarios y
embrionarios, que ni sé dónde están ni qué contienen. Acaso los haya
perdido del todo. No hacen falta: mis manuscritos, que son unos
mapamundis, de nada sirven; lo poco que les puedo descifrar, lo cambio
por completo.
El de Medellín por dentro, que muchos
han visto y del cual han leído capítulos enteros; ese horror donde
figuran, con sus pelos y señales, todas las maldades de nuestra capital
de provincia, sólo existe en la imaginación creadora de algunos
Horneros. Ni soy yo, tampoco, el inventor de tal título: es de otro
novelador antioqueño. Me cumple decir aquí que sólo he tomado modelos
verdaderos, cuando sirven a mis planes personas de alma bella y elevada.
Bien así como se publican en cualquier revista los retratos de damas
notables y hermosas. Aquí se me ha instado, se me han dado datos, se me
han ofrecido los que quiera, para que escriba una novela de la alta
sociedad. No haré tal, probablemente. Las clases altas y civilizadas
son más o menos lo mismo en toda tierra de garbanzos. No constituyen,
por tanto, el carácter diferencial de una nación o región determinada.
Ese expolíente habrá de buscarse en la clase media, si no en el pueblo.
Tampoco es Bogotá para conocerse a las primeras de cambio; es ciudad muy
complicada, que necesita largo estudio. Y yo, ni he vivido en ella ni
puedo escribir por referencias: necesito la documentación personal.
No quiero tampoco, con la polvareda que
levantan siempre obras de esa índole, granjearme la animadversión de una
sociedad que tanto quiero y de quien he recibido tantas finezas, tan
inmerecidas como cordiales. No lo extraño. La buena bandera acoge y
guarda la más exigua mercancía.
No tengo escuelas ni autores
predilectos. Como a cualquier hijo de vecino, me gusta lo bueno en
cualquier ramo. Diré, sí, porque a los colombianos nos atañe, que, en mi
pobre concepto, puede gloriarse nuestra Patria de tener el primer
prosista y el segundo lírico de esta lengua castellana. Me refiero al
Indio Uribe y a José A. Silva.
Tomás Carrasquilla
Bogotá, 15 de noviembre de 1915
La precedente página autobiográfica
la envió el Maestro a El Gráfico de Bogotá, después de la negativa que
le dio de un reportaje a alguno de los redactores de dicha revista. -
N.C.
Fuente:
Carrasquilla, Tomás. Obras completas. Editorial Bedout, tomo 1, Medellín, 1958, pp. xxv-xxvn.